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  • Juan Ramón Puyol

Recuerdo de Juan Rejano

Terminado ya 2019 echamos una mirada atrás a la conmemoración del 80 aniversario del Exilio republicano. De entre las 500.000 personas que abandonaron España en los primeros meses de 1939 por la frontera de Cataluña con Francia se encontraban dos de mis abuelos, Luisa Carnés y Juan Rejano. Una exposición, ahora, nos trae el legado de los transterrados entre los que se encuentran sus obras. La huella fructífera del exilio, plantada y florecida en las fértiles tierras de acogida de México, Argentina, Estados Unidos o Cuba y que dieron sus frutos en libros, pinturas, en la educación, la economía, la medicina, dejó un rastro permanente en su historia. Por Juan Ramón Puyol


Retrato al óleo de Juan Rejano realizado por su buen amigo y gran pintor

Miguel Prieto en 1949



La emoción del reencuentro con la voz y el retrato que Miguel Prieto hizo de nuestro abuelo Juan Rejano -su figura y obra están muy presentes en este evento- nos devuelve a la memoria los recuerdos del poeta muerto inesperadamente en junio de 1976 mientras preparaba su vuelta a España. Aquel infausto día perdimos de golpe el cariño y la vida, que durante tanto tiempo soñó, mirando a través del ventanal de su piso en México, al camellón arbolado donde aprendimos nosotros, sus nietos, a dar nuestros primeros pasos.


Juan fue la segunda pareja de nuestra abuela Luisa Carnés. Nuestro padre, Ramón Puyol Carnés, fue hijo de Luisa y del conocido pintor Ramón Puyol Román, al que conocimos a mediados de los 70 cuando vinimos a vivir a España.


Las pasiones humanas construyen y destruyen familias, hermandades, amistades y pueblos. La peor de todas ellas, el odio, generó nuestra Guerra Civil, destrozándolo todo, rompiendo millones de corazones que bombean la misma sangre española, apasionada y a veces fratricida… en la otra cara de la misma moneda, está la del amor, que remienda lo roto y engendra nueva vida. De ahí venimos nosotros, mis hermanos y yo: mexicanos de sangre española. Mi hermano Alex es el mayor, en medio está Paloma y yo cierro la cuenta.


Nuestros padres, Ramón y Maleni, niños de la guerra, que partieron con sus padres al exilio, se conocieron dentro del grupo de españoles -alrededor de 20.000- que se establecieron en México y que fundaron instituciones como el colegio “Luis Vives”, en él que se conocieron y al que, años después, ingresamos también, nosotros.


Nuestra familia vivió durante años en el singular conjunto de edificios llamados de “La Condesa”, que ocupan una manzana completa en la colonia del mismo nombre. En esos edificios, en el portal contiguo al nuestro, tenían Luisa y Juan, su casa. Compartíamos las mismas vistas al bulevar pero, desde nuestro piso, en una tercera planta, se veían los volcanes. Aquella privilegiada vista de riscos de nieves perpetuas nos hacía soñar con aventuras en parajes vírgenes de bosques sombríos, lagos transparentes y animales indómitos. Eran los primeros años de la década de 1960 antes de que una nube gris de smog ocultase todo y velara los colores, tornando la luz a un ocre sucio y petroleado.


Fachada de los Edificios Condesa. El ventanal del primer piso es el de la casa

de Juan Rejano.



El paseo de Nochebuena

Uno de mis recuerdos más intensos era el del paseo nocturno que Juan nos daba a los niños Puyol Rodríguez, por el barrio de la Condesa en Nochebuena.


Era el ardid que utilizaban nuestros padres para preparar la llegada de Santa Claus, que, por influencia del vecino del norte, se celebra mucho en México.


El asunto era el siguiente: escribíamos la carta y las cosas llegaban a casa de Juan. La noche de “autos”, Juan nos sacaba de paseo y nos contaba algún cuento de “Rompetacones” para dar tiempo a Santa Claus a entrar por la chimenea de nuestra casa.

Teníamos que esperar a que mi padre encendiera la chimenea -obviamente, Papá Nöel, ya no estaba dentro- y apagara la luz eléctrica, que era la señal convenida, que indicaba que ya podíamos subir a abrir los regalos.


Aquella luz naranja y trémula que se veía desde la calle, desataba nuestras prisas por subir corriendo. Juan nos sujetaba para cruzar la calle y los tres tramos de escalera como el que sujeta a unos perrillos hambrientos.


Tirábamos de él como debían tirar los renos del trineo de Santa Claus, allá arriba, en las inmensas azoteas donde el vecindario secaba las sábanas blancas. Por esas mismas chimeneas se colaban, rebotando como locos por el salón, el granizo tiznado de hollín en los días de tormenta.

Nosotros gritábamos divertidos intentando cazarlos y mi madre gritaba intentando que no se pusiera todo perdido.


La vitrina

Por ahí, por la Zona Rosa de la capital de México, cerca del Ángel, a un lado del Paseo de la Reforma, solían estar las tiendas más lujosas de muebles, las de decoración, algunos anticuarios y sofisticadas cafeterías. Le llaman la Zona Rosa pues algunos palacetes porfirianos, de inspiración francesa, tenían ese llamativo color. Otros dicen que era porque de la mezcla del blanco del día y de la noche “roja”, salía el rosa. Quién sabe. El caso es que allí, en esas casonas de la gente bien de antes de la Revolución, se fueron instalando esos comerciantes. Negocios para ricos, banqueros, diplomáticos, políticos, y por la noche, los bohemios.


"Aquella vitrina se convertiría en el teatro de las maravillas del mundo para nosotros, los niños"

En uno de esos establecimientos la abuela Luisa se enamoró de una vitrina y; según relato de mí madre, aunque se resistía a comprarla, Maleni la convenció.

Aquella vitrina se convertiría en el teatro de las maravillas del mundo para nosotros, los niños.


Juan y Luisa solían traer recuerdos de sus viajes por medio planeta. Sobre todo Juan que, como dirigente del P.C.E., hacía viajes misteriosos a sitios que nos parecían de las mil y una noches. De ahí traían tesoros preciosos, joyas brillantes y objetos mágicos y extraños.

Ese armario se fue convirtiendo en un gabinete de curiosidades que Juan nos abría con mucho protocolo y ademán reverencial e iba extrayendo objetos mientras decía: “Esto es de China, de Pekín, es una pieza de un tesoro antiguo que algún día será para vosotros”, o, “Estos gorritos son de Azerbaiyán, una región montañosa y heladora de la U.R.S.S, y esta jarrita de cristal de Bohemia es de Checoslovaquia... y estas figuritas de Murano, en Venecia, tened cuidado, no la dejéis caer...”


Aquellas sesiones de historia y geografía en la imaginación del poeta, hacían chispear nuestros ojillos y abrir pasmadas las bocas, mientras Manolito, el viejo gato gris y atigrado, vigilaba medio dormido la escena desde lo alto de un butacón.


Primeras lecciones de periodismo

Algunos sábados, Juan Rejano -el periodista- nos llevaba hasta el diario “El Nacional”. Él, que trabajaba metódicamente todos los días, dirigía el suplemento dominical “Revista Mexicana de Cultura”, y, aunque estuviera todo perfecto y encajado, se acercaba hasta la redacción y trabajaba un rato. Repasaba el número que saldría al día siguiente, habría el correo o hacía alguna llamada. Esto contaba nuestro padre, que durante mucho tiempo trabajó, codo con codo, junto a él, diseñando el suplemento.


Detalle de la portada de la revista Romance del 1 de abril de 1940.



Allí nos movíamos a nuestro aire. Subíamos y bajábamos por las distintas plantas del edificio que estaba muy cerca del monumento mostrenco a “La Revolución”. Una arco del triunfo de cuatro gruesas patas, a través de cuyo vano, voló con su avioneta, un piloto republicano bastante audaz, según relato, también, de nuestro padre.


Ya digo que nos dejaban en el periódico a nuestro aire. Del piso alto del periódico recuerdo el despacho de Juan, discreto, con su dos mesas y una ventana por la que entraba el sol, la amplia sala de la redacción repleta de mesas de periodistas y el laboratorio de fotografía donde vi por primera vez un armario secador de película fotográfica con sus rollos colgados. Años después encontraría uno igual, en mis años de técnico de laboratorio, en el madrileño “Diario 16”.


Después bajábamos a la infernal sala de linotipias, una especie de altos hornos ruidosos del periódico en papel. Esas enormes máquinas de escribir sobre plomo, donde el operario es casi engullido por el aparato, de donde salen aquellas plaquitas de metal con una línea de texto, del ancho de una columna, y que el cajista, debe componer con paciencia y pericia, para construir la página correspondiente, nos fascinaban.


Foto obtenida durante el rodaje de la película "Sonatas de Otoño" de 1959 y protagonizada

por María Félix y Paco Rabal en México. Izquierda a derecha: el periodista Luis Suarez, el poeta León Felipe, Luisa Carnés, una persona sin identificar y Juan Rejano.




Entre aquellas hileras de pletinas de plomo de texto se dejaban los espacios para las ilustraciones, que en su contratipo de metal, eran tiradas a una caja tras ser utilizadas para ser recicladas. De aquellos cajones despistábamos, con mis hermanos, algunos bonitos ejemplares plateados para nuestra colección. Desde entonces corre por nuestras venas el veneno del plomo y del periodismo.


Portada de Ultra Mar



De aquel infierno ensordecedor, pasábamos a la planta donde dormía, a esas horas, el gran monstruo oscuro de la rotativa, esperando para devorar las enormes bobinas de papel sobre las que saltábamos nosotros, de una a otra, intentando no caer entre medias de aquellos inmensos rodillos... el que caía, perdía.


Portada y página interior del boletín del barco Sinaia de 1939


Para Juan aquella actividad periodística y literaria era la mitad de su vida desde los tiempos de estudiante en Madrid, en los años 20, hasta el último día de su vida, había escrito, colaborado, dirigido o fundado; revistas, periódicos y editoriales, algunas tan míticas como: Romance, Ultramar, Cenit, el boletín de “Sinaia” o Litoral, en su etapa mexicana.


En las rodillas del abuelo

En 1970 nuestros padres hicieron un viaje a España con la idea de sondear la posibilidad de instalarnos todos en el país que les vio nacer. Durante tres décadas habían oído hablar de esa patria que, para entonces, era un mito donde habitaba el imaginario colectivo de aquel exilio.


Para poder hacer ese largo viaje nos repartieron a los chicos entre la familia. Yo tuve la suerte de quedarme cerca, en la casa del abuelo Juan. De las semanas que pasé junto a él, recuerdo vívidamente lo metódico que era y como me cuidó y me encajó en la ordenada vida suya. Vivía en aquellos años con la señora, Celia, que atendía la casa y con el gato Manolito. Los tres toleraron bien la llegada de un intruso como yo, de nueve años, con ganas de dar guerra.


Todas las mañanas cuando Celia me levantaba para ir al colegio, ya tenía preparado el batido de chocolate con huevo y las galletas. Así, todos los días. El abuelo dormía un rato más hasta que pasaba el autobús del cole a recogerme frente al portal. Él vigilaba desde el ventanal. Solo los fines de semana nos levantamos a la vez, desayunamos juntos y nos afeitábamos juntos, antes de ir al periódico o a casa de algún amigo suyo a comer.



Excursión de la familia Puyol Rodríguez a Xochimilco a principios de los años 70.

Izquierda a derecha: Magdalena Rodríguez, Etelvina Silva junto a su marido el escritor Francisco Ayala, Alex, Juanra y Paloma Puyol (estos últimos de espaldas) y Juan Rejano.

Foto Ramón Puyol




Yo me divertía mucho viendo como se afeitaba con su máquina de cuchilla y yo con el dorso de un peine. Imitando su forma de hacerlo, entre el vaho que empañaba el espejo y que acababa espesando de neblina el cuarto de baño. Así lo recuerdo. Con su camiseta blanca de tirantes y su seriedad chistosa.


Juan me daba un “Tostón” (medio Peso) para comprarme un bollo para el recreo a diario. Siempre me sobraban unos centavos. Así que un viernes, hice mis primeras pellas con unos amiguitos del bus y aquel capitalito acumulado que gastamos en el parque de Chapultepec, sintiéndonos unos aventureros de película. Aquel día debía yo de estar de suerte, pues nadie se enteró de la escapada y, aquella noche, como si fuera un premio a mí audacia, Juan, me llevó al cine a ver “Los tres mosqueteros” y luego a cenar por ahí.


"Nos parecía que eso era lo normal y que el mundo estaba lleno de personas creativas"

Todas las noches, sin falta, de aquellas seis semanas maravillosas, el abuelo se esforzó por leerme un trozo de los “Episodios Nacionales” de Galdós. Eso despertó mi curiosidad por los libros, que en aquella casa estaban por todas partes.

Especialmente en la habitación que yo ocupé, donde, apilados por el suelo en pequeños montoncitos, tenía que esquivarlos, pues me parecía que caerían, aquellas torres de libros, arrastrado unas a otras y que todo se vendría abajo.


Los amigos de Juan

A nosotros siempre nos resultó de lo más natural escuchar los nombres de toda aquel exilio español en boca de padres, tíos, abuelos y amigos. Sonaban tan a menudo los de Roces, Mantecón, Renau, Aub, Prieto, Luna, Poniatowska, que nos parecía que eso era lo normal y que el mundo estaba lleno de personas creativas que no paraban de sacar obras de sus chisteras sin parar. Tardamos media vida en darnos cuenta de lo privilegiados que somos habiendo crecido en aquel mundo de la España mítica del exilio republicano.

¡Gracias a todos ellos! o








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