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  • Pedro Miguel /A mi aire

Fractura

Gravísimo. Desde la gripe de 1918, no se habían tomado medidas sanitarias tan graves como las que venimos padeciendo en estos tiempos de confinamiento. Curiosamente, el arriba firmante ha podido consultar un bando del Delegado Gubernativo en Burgos, de aquel año, en el que adoptan medidas tan similares a las actuales que las de hoy día parecen directamente inspiradas en aquel documento. Pese a todo, nadie puede argüir ahora que llueve sobre mojado. Dos períodos tan excepcionales en más de cien años no dan para tanto. Y si lloviera, ha dado tiempo más que sobrado para que se hubiera borrado todo; hasta los recuerdos.



No se va a entonar aquí, en estas pocas líneas, la larga letanía de cifras y aplausos que nos han acompañado desde el arranque de la pandemia. No es el momento ni el lugar. Y tampoco se trata de aburrir a las ovejas. Pero quizás sí resulte oportuno incidir en algunos aspectos de la situación -y, ante todo, de sus secuelas-, sobre los que se ha pasado de puntillas hasta hoy y que no han sido abordados directamente. O que, incluso, ni tan siquiera se han contemplado. Y que pueden resultar de gran importancia y trascendencia.


Así, y por primera vez en esta sección, me voy a citar (y perdón por la inmodestia): "Desde que comenzó la crisis dichosa -y nefasta- del coronavirus [decía en "A mi aire" de abril], todas las fuentes sanitarias y políticas coincidieron en una verdad (afirmación) rotunda y compartida: nuestros mayores no serían abandonados a su suerte. No habría exclusiones". Pero parece que no ha sido así: se cifra en más de cinco mil el número de asilados que han fallecido en residencias para ancianos. Es extremadamente grave, y escandaloso, que esto haya llegado a producirse en un país como el nuestro, que se jacta del bienestar social del que disfrutamos.


Surge, aquí, la pregunta del millón: ¿y ahora, qué? Porque no se trata sólo de salvaguardar la salud de los mayores sobrevivientes -¡faltaría más!-, sino de contemplar en panorámica la estratificación de nuestra sociedad; de la nueva sociedad que va a surgir a modo de consecuencia inevitable del batacazo pandémico.

Aunque no nos demos cuenta, se ha producido una enorme ruptura, una fractura irreversible que deja al pairo la enorme masa social que ya ha cumplido los setenta años. Los más jóvenes miran con recelo -aunque no en todos los casos, afortunadamente- a los hipotéticos blancos preferidos del virus; a quienes ya se contempla como contagiadores andantes, como sujetos peligrosos a esquivar.

Así es ya hoy -basta con formar parte de cualquier cola de supermercado- y palpar el rechazo indisimulado, que es temor, hacia quienes peinan canas. Y eso va para largo, para muy largo. Es como si nuestros antecesores fueran directamente responsables de la plaga que nos asola. Y eso constituye una gigantesca injusticia, que es preciso combatir. Aunque, claro, y como se acostumbra a decir, el miedo es libre. Y cobarde.


"Sí, se abre ante nosotros una nueva era, un mundo desconocido. E impactante"

Los más jóvenes no lo tienen fácil tampoco. Esa inmensa legión de chavales y adolescentes han sufrido un tremendo shock en un momento harto delicado de su desarrollo, y les acompañará de por vida un rastro imborrable que marcará su existencia. Ahí es nada: sin comerlo ni beberlo, sin tan siquiera haberlo imaginado en la peor de sus pesadillas, han visto interrumpida su asistencia al colegio, les han prohibido ver a sus amigos y vecinos, salir a la calle, jugar con sus amigos en patios o parques, ir al cine... y hasta hablar con sus abuelos, excepto por WhatsApp, Skype, Duo... webcam en definitiva. Y hay una gran diferencia entre la realidad, la inmediatez y la realidad virtual o digital. Que es mala para todos. Sí, se abre ante nosotros una nueva era, un mundo desconocido. E impactante. Pero no necesariamente mejor si no, tal vez, todo lo contrario.


Esta ruptura -que es otra fractura también, y muy grave- va a marcar nuestras vidas. Pero será especialmente cruda con quienes están iniciando su período de formación, su adaptación inicial a un mundo social que ya no será, nunca más, el que han conocido. Esta readaptación tendrá un precio al que no podremos sustraernos. Especialmente los niños de hoy y las generaciones más jóvenes. De hoy y de mañana.

Y que se está traduciendo ya en un retraimiento hacia el interior de su ámbito familiar inmediato como exteriorización -¿inconsciente?- de su rechazo hacia todo lo que viene de fuera, del exterior, como sustitutivo de la sensación de seguridad que necesitan para crecer y desarrollarse: es la respuesta frente al temor a la amenaza que se cierne fuera de esas cuatro paredes. La relaciones de todo tipo, humanas, sociales, vecinales, académicas, laborales... ya no podrán ser nunca las mismas. El futuro es una enorme incógnita. Todas las precauciones frente al mundo exterior, ese enorme y temido ambiente híper amenazante, se multiplicarán por ciento. Y lo peor de todo: ¿dónde van a encontrar trabajo las nuevas generaciones, especialmente las más inmediatas, frente al enorme número de desempleados y afectados que está dejando la crisis? La Universidad, otra vez, fábrica de parados... o

 


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