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  • Pedro Miguel /A mi aire

Esfuerzo

Por Pedro Miguel

De alguna manera, vivimos en la cultura del todo vale. No hay que pedir esfuerzos ni heroicidades. Eso queda para los que no tengan más remedio que apencar. O sea, procurarse los garbanzos apechugando con lo que algunos -no pocos- consideran lo más desagradable de la existencia: el trabajo, físico o intelectual, o poner empeño a pesar de la soldada. Pocos son los que, de entrada, aceptan un desafío por pequeño que resulte, si altera su apacible estatus de dolce far niente. ¿Para qué van a esforzarse si sus padres disfrutan de unos recursos holgados o están respaldados por un patrimonio que garantiza su dorada existencia a lo largo de una vida sin escaseces?



Hablamos, en este último caso, de jóvenes, como sin duda se habrá colegido del sentido de la última frase. Pero no se trata de ninguna novedad reciente. Bien sabido es que la fortuna que amasó el abuelo, la mantuvo el padre y la dilapidó el hijo (el nieto, en este caso). Refranes aparte, los mil y un cantos de sirena de una sociedad consumista y desnortada, hacen muy difícil que los niños de hoy puedan afrontar los retos del mañana desde su confortable existencia. "Si papa puede pagar, que lo haga; a fin de cuentas -se justifican- yo no pedí venir a este mundo". Textual. Esta frase corre hoy de boca en boca entre los conocidos como niños-bien. Y en la de otros muchos, infinitos, que no lo son tanto: ni niños, ni bien.


Pero así es la rosa, que decía Juan Ramón. Y con ese toro tiene que lidiar la sociedad de hoy. Pensar que, tan siquiera remotamente, se pueda pedir -¡no exigir!- un mínimo esfuerzo a una parte de las nuevas generaciones, es delirar despiertos. Porque ni tan siquiera ese problema es privativo de una franja de edad ni puede responsabilizarse a esa pubertad a la que se achaca, con enormes dosis de comprensión y justificación, esa especie de sarampión de incoherencias que se ha entronizado con el oé-oé de la permisividad imperante.


Porque, en el fondo, hay un déficit enorme de esfuerzo. En todas las edades, capas sociales y situaciones económicas. Generaciones enteras de españoles han crecido, se han cultivado y han salido adelante gracias a la cultura del esfuerzo. Desde la escuela primaria o en los surcos del sembrado hasta afrontar, muchas veces antes de tiempo, el desafío exigente de la vida diaria. Y ahí no valían excusas ni justificaciones. Los padres se deslomaban, en el campo, en la fábrica, en el taller, en la oficina, para alcanzar un único objetivo: vivir un poco mejor para poder ayudar y empujar a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hacia una vida mejor. Debe saberse que quien no había recibido estudios vivía la economía del centimín, del esfuerzo y el sacrificio constantes.


Da la impresión de que es una obligación de los padres -y quizás lo sea- sacar adelante a los suyos, aún a pesar que estos no se dejen hacer e, incluso, de que naveguen contra corriente.

Pero eso, hoy, no se valora. Da la impresión de que es una obligación de los padres -y quizás lo sea- sacar adelante a los suyos, aún a pesar que estos no se dejen hacer e, incluso, de que naveguen contra corriente. Y que nadie espere reciprocidad. Hay, sí, familias ejemplares en las que la unidad está por encima de cualquier avatar, en los que todos avanzan -o retroceden- bajo el lema de los mosqueteros de Dumas: uno para todos y todos para uno. No son excesivamente frecuentes, pero tampoco escasean, afortunadamente.


¿Qué está pasando hoy? ¿Es, acaso, un fenómeno exclusivo de España? Se trata más bien, si los síntomas son certeros, de una ruptura generacional hacia nadie sabe dónde. Y que nadie hable de la cultura del esfuerzo, que eso era de tiempos pasados, antañón: hoy hay que vivir, disfrutar, pasarlo bien, como si no hubiera un mañana. Es la cultura del carpe diem. O, como dicen ahora, de vivir y dejar vivir. Pero sin tener que poner en juego un ápice de esfuerzo. Si hay que llegar, se llega; y si no, se queda uno a medio camino. Y no pasa nada.


¿No pasa nada? Eso parece. O eso se creen quienes viven a este ritmo que no luce, precisamente, por su sentido lógico y común. Pero es lo que hay, en otro de los decires de hogaño. Y cuando los padres lo necesiten, es muy posible que no encuentren el auxilio del hijo, del familiar, porque sus descendientes no tienen, en su alegre existencia, de qué echar mano ni puerta a la que llamar. La familia se queda, así, a la expectativa de un cambio de aires y de modas, con una vuelta al esfuerzo como única vía a través de la que recomponer todo lo que el despilfarro, la buena vida, el hacer cada uno lo que viene en gana, han ido dejando en la cuneta de la muy difícil convivencia. Porque el esfuerzo no puede quedar suplantado por el egoísmo, como hoy ocurre. Las deslumbrantes facilidades de todo tipo de los últimos años han favorecido la vida muelle de quienes se creen predestinados a ser los reyes de su propia existencia, en un mundo sin súbditos ni mandamases. Es el espejismo de mandar sin obedecer. La filosofía de que trabajen otros. Total, ¿para qué?, si esos niños mimados por un veleidoso destino saben /creen que, hoy por hoy, no tienen por qué esforzarse cuando no tienen problemas en el horizonte. Ni lo piensan. Pero, ¿están seguros? ¿O es que no quieren pararse a pensar..? o


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