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  • Foto del escritorMaskao Magacín

Dos cuentos

Dos cuentos para acompañar nuestro estado de quietud, de repensar el futuro y reinventarnos. Uno es de Elvira Cámara Aguilera: “Un trabajo extra”. El otro, más breve, de Ana Puyol: “París era una fiesta”.



UN TRABAJO EXTRA

Elvira Cámara Aguilera


-Si estás interesado en hacer un trabajo, llámame.

Salió de misa cinco minutos antes de que acabara, se acercó a él y le dejó un billete de veinte euros doblado en cuatro partes. En su interior había colocado un papel con su número de teléfono. Hacía meses que lo observaba. Parecía inofensivo. De aspecto bastante descuidado, sus ojos claros llamaban su atención domingo a domingo. Siempre estaba allí. Unas veces de pie, otras sentado en el escalón de la iglesia, procuraba mirar al suelo, a los pies de los feligreses. Abrigos de piel, collares de perlas y densos perfumes contrastan con su americana raída sobre un jersey rojo con cuello a la caja y sus vaqueros, un par de tallas más grandes. Enfrente se sienta con piernas recogidas y falda larga una mujer de mediana edad que oculta su pelo en un pañuelo de vivos colores. Desde el suelo saluda y pide con rutinaria letanía a todo el que pasa, a la vez que ahueca su mano y cuenta con la vista las monedas que hay en el plato. A pesar de la discreción, se ha dado cuenta del ofrecimiento que le han hecho a su compañero de puerta.


-¡Qué suerte, muchacho! ¡Si te lo haces bien tendrás trabajo para rato! -le dijo la mujer riendo a carcajadas.

-¡Déjame en paz! -dijo intentando controlar el sonrojo de sus mejillas.

-Te ha señalado con su dedo la soltera más rica de la ciudad. Madurita ¿eh? pero no huele a muerto como otras. ¡Lo que daría por pasearme por el salón de su casa! Cuando la llames, pregúntale si no tiene un trabajito también para mí. Dile que no soy escrupulosa -ríe de nuevo a carcajadas, sonando con eco en la entrada de la iglesia.

-¡Cállate y no te metas donde no te llaman!

-Te acaba de cambiar la vida, chaval. No te volveré a ver en esta puerta durante algún tiempo.


No quiso seguir escuchándola. Se fue sin más. Pero no podía dejar de darle vueltas a las palabras de la gitana. ¿Por qué no iba a querer que le hiciera un trabajo? Era joven, fuerte, decidido a pesar de tener que buscarse la vida pidiendo… quizá la vida le estaba brindando una oportunidad… tendría que llamar y averiguarlo. Esperaría al lunes.


-¿Soledad?

-Sí, dígame.

-Mi nombre es Juan. Me dio usted su teléfono ayer…

-Ah, sí, sí. Quiero cambiar algunos muebles de mi casa. Habría que desmontar y empaquetar para que se los lleven. ¿Estás interesado?

-Sí.

-¿Cuándo podrías empezar?

-Cuando usted diga, señora.

-Mañana a las diez, entonces. Le dio su dirección y lo dejó pensativo. La gitana se había equivocado. Era un simple trabajo físico y nada más. Podría dormir tranquilo.


"Hasta que un día todo eso tocó a su fin. Una súbita enfermedad acabó con la vida de él en menos de veinticuatro horas "

Se adoraban mutuamente. Ella le llevaba dos años pero habían sido compañeros de vida. Era su hijo en la consulta del médico, su príncipe en el castillo, su hermano en la vida real. Lo era todo para ella. Crecieron juntos bajo el mismo techo al amparo de una madre severa pero en justo límite como para no ocultar gestos de cariño. No echaron en falta nunca a un padre, porque ella llenaba el hueco que habrían ocupado ambos. Nunca tuvieron prisa por salir de allí. Cuando la madre murió, ambos, sin ser conscientes de ello, se unieron aún más y cerraron sus vidas al mundo. Vivían juntos, compartían un día a día de tareas hogareñas para ella y de trabajos en el campo para él. Siempre había una cena caliente al llegar de la finca y una taza de café antes de salir, conversación cotidiana al compartir la mesa y gestos de afecto con reiterada frecuencia. Hasta que un día todo eso tocó a su fin. Una súbita enfermedad acabó con la vida de él en menos de veinticuatro horas. Intentó acostumbrarse a la soledad pero sus vísceras se lo impedían. Se acercó a la iglesia, donde encontró cierto consuelo, pero su interior seguía llorando. Pensó que debía comenzar una vida nueva y para ello decidió que empezaría cambiando toda la casa.


-Empezaremos por aquí. Lo condujo al salón, donde ella ya había comenzado a empaquetar juegos de té, vasos de cristal tallado y figurillas de porcelana. Le facilitó una caja de herramientas y él se puso a desmontar la vitrina. Después vendría el aparador. A continuación la gran estantería. También desmontaría la mesa rectangular de cerezo y recubriría de plástico las sillas.

-Deje que yo lo haga -dijo Juan al ver que Soledad intentaba mover las pesadas cajas que iba llenando.

-Hay que sacarlas al pasillo y luego bajarlas al portal. Cuando esté todo listo vendrán a recogerlas.

Trabajaron enérgicamente toda la mañana. Descansaron a la hora de almorzar. Él pensaba ir a un bar próximo. Ella había preparado el almuerzo para los dos. Fue al baño a asearse y cuando regresó a la cocina sus claros ojos se turbaron. Se encontró una mesa que ya no recordaba. No había lujo pero la cubría un mantel blanco preciosamente bordado, los cubiertos plateados brillaban como espejos. También había un vaso y una gran copa de reluciente cristal para cada uno. En el centro, una cesta de pan cuidadosamente cortado y una jarra de agua. Un plato de ensalada sobre otro vacío precedía al plato principal.


A la vez que habla deja caer el vino con delicadeza en su copa / Wikimedia



-¿Te gusta el vino?

-No, señora. Nunca lo he probado. El vino ha hecho mucho daño en mi familia.

-Hoy lo vas a probar. Una copa no ha- ce daño. De hecho, los médicos recomiendan tomar una al día a los infartados -a la vez que habla deja caer el vino con delicadeza en su copa. Mientras almorzaban ella le hacía preguntas a las que él respondía con parquedad. Comía sin apenas levantar los ojos del plato pero no podía evitar recrearse en la armonía y esmero de aquella mesa, algo que recordaba de muy niño y que la miseria sobrevenida había hecho desaparecer. Trabajaron toda la tarde y consiguieron desmontar los muebles de otras dos habitaciones. Era rápido y eficaz. No necesitaba instrucciones. Cuando acabó, le pagó una buena cantidad.

-Gracias por el trabajo.

-De nada -contestó mirándola fugazmente a los ojos. Ya se marchaba cuando ella lo llamó: -Espera. ¿Has trabajado alguna vez en el campo?

-He recogido aceituna y he estado en la vendimia.

-Tengo un terreno que lleva años sin cultivar y hace tiempo que me gustaría sembrarlo. ¿Sabrías hacerlo?

-No lo he hecho antes pero sabré.

-Ven, entonces, la semana que viene.


Apareció a la hora indicada. Ella lo condujo en su coche a las afueras de la ciudad, a una zona de cultivo donde las hierbas secas medían más de medio metro.

-Habrá que empezar desbrozando el terreno. Después habrá que ararlo. ¿Qué quiere cultivar?

-¿Qué se podría cultivar? -pregunta ella dubitativa.

-Como el terreno es grande, se puede dividir en partes y plantar varias hortalizas: patatas y cebollas, por ejemplo.

-Me parece bien. ¿Cuándo quieres empezar?

-Puedo empezar ahora mismo.

-En la casa de labranza encontrarás todo lo que necesites.


Empezó a trabajar; le llevó tiempo desbrozar la tierra y cultivarla como habían acordado. Limpió la casa de labranza y acondicionó los alrededores. Llegada la época, podó los árboles y destinó un espacio más pequeño a hortalizas que necesitaban regadío. Pasaba allí todas las mañanas y las tardes las dedicaba a recoger chatarra. Nunca pidió dinero. Sería ella la que pasado el primer mes se acercaría a la finca a pagarle. Se sorprendió muy gratamente cuando, sin avisar, se pasó para ver cómo iba todo.

-¿Y decías que nunca habías trabajo la tierra? -dijo ella sin disimular su entusiasmo ante el espectacular cambio.

-Bueno, lo he visto hacer y no es difícil. El campo solo pide constancia y buen clima. Después, todo va sobre ruedas.

-Vengo a pagarte -y diciendo esto le dio un abultado sobre que él guardó con recato en el bolsillo del pantalón.


"Aquella mujer no era la que la gitana le había insinuado"

Aquella mujer no era la que la gitana le había insinuado. En ningún momento le había hecho una propuesta que no fuera de trabajo y tampoco había dado a entender nada más. Eso le hacía sentirse cómodo. A veces aparecía a media mañana con una cesta de comida para ambos. Ella disfrutaba estando en el campo. No había ido durante años. Mientras comían, hablaban de la finca, de cuándo llegaría la cosecha, del tiempo que llevaría recoger los primeros frutos… Pasados los meses siempre había hortalizas que llevarse.

-Son muchas hortalizas. Coge las que quieras para tu familia y el resto llévalas al mercado, al puesto de Mercedes. Ya he hablado con ella y comprará todo lo que no gastemos.


El trabajo en la finca había ido llenando un espacio vacío, devolviéndole poco a poco el sentimiento de utilidad. Había dejado de ir a la iglesia y había comenzado a no salir por las tardes con su carro para recoger chatarra. En lugar de eso se iba a la finca, trabajaba hasta tarde y luego se relajaba en la casa de labranza tallando figuras en trozos de madera con su navaja.


-Pásate mañana por mi casa para cobrar. Ven sin prisa. Te invito a cenar. No quiso decir nada. Asintió con un gesto. Se fue directo del trabajo a cobrar su paga. Al abrir la puerta Soledad se sorprendió.

-Disculpe que venga así. Vengo directamente de la finca -dijo al ver el gesto de sorpresa.

-Tendrás que pasar y arreglarte un poco para la cena.



Mientras él se aseaba ella le preparó ropa limpia que había sacado de un armario que llevaba varios años cerrado. Cuando salió no parecía él. Sus ojos claros brillaban de un modo especial sin dejar escapar su timidez. Soledad intentó contener la emoción. Sus ojos azules y ahora su ropa acababan de transportarla a un pasado no muy lejano, junto al ser que durante tantos años había dado sentido a su existencia.

-Juan, quiero agradecer todo el trabajo que estás haciendo en la finca. Llevaba años abandonada y ahora está rindiendo de nuevo -dijo intentando disimular su ánimo.

-Gracias a usted, señora, por confiar en mí.

-Si te gusta el trabajo puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Eso sí, yo iré a visitarte por sorpresa de vez en cuando para almorzar contigo, si no tienes inconveniente.

-Ninguno, señora -se apresuró a decir-. Todo lo contrario, las mañanas pasan más deprisa cuando usted viene a la finca.


Por primera vez sostuvo la mirada mientras hablaba y sintió la intensidad de los ojos de Soledad. Él se escuchó a sí mismo y percibió que hablaba con franqueza y sin miedo. Ella también notó el cambio. Sus ojos azules y sus palabras acababan de abrir una puerta a una nueva forma de relacionarse con aquella mujer. Soledad, sin pretenderlo, había correspondido con una mirada diferente, muy lejos de la visión fraterna que él había despertado en ella tiempo atrás en la puerta de la iglesia o

 

PARÍS ERA UNA FIESTA

Ana Puyol


Abrí la puerta y como siempre, me cegó la luz blanca reflectada por el cielo de una gris y melancólica mañana de París. Lagrimeaban sobre mí pequeñísimas gotas de lluvia, de las que no mojan, pero que son muy molestas. En el metro, en hora punta, de camino a la universidad no cabía ni un alfiler, en cambio siempre parecía haber espacio para caras largas. Después de las clases, como de costumbre, me perdí por los interminables bulevares y por los estrechos callejones parisinos. El frío sol asomaba de vez en cuando entre las espesas y sombrías nubes. Tomé un verre de vin en un antiguo y decadente café de Montmatre, como seguramente habría hecho Toulouse-Lautrec hace mucho tiempo atrás. Cerca del Moulin Rouge rodaron frente a mí cuatro o cinco niñas que parecían pequeñas bailarinas de Degas. Los imponentes y elegantes edificios parecían infinitos persiguiendo las orillas del Sena.


“Tomé un verre de vin en un antiguo café de Montmatre”. Retrato de Suzanne Valadon. Pintura de Toulouse-Lautrec.



Después de deambular durante horas, finalmente me senté frente al río y observé la caída del día: el cansado sol se derretía sobre el viejo Sena, que se cubría con doradas y nerviosas pinceladas de Van Gogh, relevándole el protagonismo a la luz de la inmensa Torre Eiffel. Cuantas veces miramos, pero no vemos. Si observo con atención en el cajón de mis recuerdos de hace exactamente un año, esta estampa de París ahora me resulta totalmente onírica y asombrosa. Este paisaje me permite viajar en el tiempo, sentir los colores y sonidos atrapados en los cuadros que pintaron estos artistas, que sin duda también estarían bajo el hechizo de la agridulce belleza de la ciudad de la luz… La nostalgia se adueña de nosotros en estos insólitos días que estamos atravesando, en los cuales no podemos refugiarnos nada más que en nuestros recuerdos, en nuestro paraíso perdido, en nuestras ensoñaciones de días pasados, donde fuimos felices sin saberlo, porque éramos tan felices que ni reparábamos en pensarlo…


"Siempre estaremos en búsqueda del tiempo perdido"

Las largas y solitarias semanas de confinamiento en nuestras casas no volverán nunca, no las recuperaremos jamás. Siempre estaremos en búsqueda del tiempo perdido. De lo que fue y ya no es; la arcadia perdida que se desvanece en nuestra memoria.

Estos souvenirs de tiempos en los que nuestro mundo aún era una fiesta, son reconfortantes en días tan duros e inciertos como los que estamos experimentando. Cuando retomemos la vida cotidiana, ésta dejará de serlo a nuestros ojos. Probablemente entonces sentiremos esa rutina como un regalo, hermoso y conocido, al que dábamos por supuesto y siempre a nuestro alcance.


Quizás muchos comencemos a vivir tal y como siempre hemos querido hacerlo, dejando el pasado atrás ya que, como estamos viendo estos días: de recuerdos no vive el hombre. Pero, sobre todo, quizás comprenderemos que la arcadia está en cualquier lugar e instante, solo hay que aprender a observarla; ésta reside en los pequeños detalles de nuestro día a día: en el plomizo cielo de París y en las molestas gotas de lluvia o

 


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