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  • Clara Goldstein

Cuentos de Clara

Clara Goldstein nace en Berlín en 1931 hija de padres judíos. En 1935 y ante la amenaza nazi, su familia se traslada a Danzing, actual Gdansk. En 1939 y en plena guerra, emigran a Chile en un accidentado viaje. Allí estudia Pedagogía en inglés y francés. Después de licenciarse, se casa y tiene cuatro hijos. Mujer locuaz, culta e inquieta, con la edad desarrolla su afición por la escritura que mantiene hasta hoy, creando relatos sorprendentes e inquietantes con un esmerado lenguaje cotidiano.



Cuento de 100 palabras

La estridente insistencia del reloj consiguió despertar a Roberto. Volteó para abrazar

a la mujer, pero sólo encontró el vacío de su ausencia y un papel con las letras redondas, conocidas:

"Roberto, me marcho definitivamente. Ya no te amo. Sonia".

Anonadado, hundió la cara en la almohada. Tenue, desvaneciéndose su olor y allí, abandonada, una hebra de cabello: largo, rubio, con un centímetro obscuro en una punta. Lo acarició, estirándolo. Lo arropó con la sábana y se fue a vestir. Un rápido café y acudió

a la Comisaría:

Quiero denunciar una desaparición y presunta desgracia.

- ¿Nombre?

- Sonia.

- ¿Señas?

- Le falta un cabello ...




 



Una pesadilla

Ayer fue un día especialmente desagradable.

En la oficina me llamó Fernández, el jefe de personal, y me encargó confeccionar tres contratos con finiquitos para otros tantos empleados, candidatos a ser despedidos, y que

yo los eligiera.


Le dije que yo era el Contador y que no me correspondía esa función, pero él me miró con dureza - el muy prepotente - y me dijo:

- Videla, los contadores son fácilmente substituibles. Usted es eficiente. Mejor quédese con nosotros.

Tengo familia, dos hijos en la universidad, compromisos económicos. Ignoré la primera frase, pero me sentí humillado.

Mis compañeros no tardaron en enterarse y Figueroa me deslizó un despectivo - ¡rastrero! - cuando pasé frente a su escritorio.

En casa no me fue mejor. Elena no estaba. Mi hija Sonia estaba escuchando música, abrazada a un joven que yo no conocía y me dedicaron un displicente -"hola" -, sin dar más muestras de cortesía. Mi hijo Lorenzo estaba encerrado en su pieza con un amigo y creí oler humo de marihuana, escapándose por la puerta.

Fui a la cocina. Sobre la mesa estaba una caja con una notita. Decía: “Manolo, me voy

a demorar algo en la peluquería. Calienta la pizza en el microondas. Besitos.”

Abrí la caja y la volví a cerrar. No soporto comer esas pizzas con choricillos ordinarios.


Preparé una taza de café y engullí unas galletas de soda con un trozo de quesillo, pues tenía hambre, y en casa estaban proscritos el pan y la mantequilla por motivos dietéticos.

Fui al dormitorio y me recosté, con esa incómoda sensación de estar descontento conmigo mismo. Encendí el televisor. Estaban dando las noticias; me angustió la de la joven que cayó de un tren en movimiento y quedó mutilada, sin sus extremidades, pero con vida.


Me dormí y comencé a soñar.

Estaba cruzando la Avenida José M. Caro cuando me arrolló un auto. Alcancé a divisar al conductor a través del parabrisas, antes de salir despedido por el aire: era Fernández y se estaba riendo.

Aterricé sobre el césped del Parque Forestal y, a pesar de tener el rostro en el pasto, supe que estaba desnudo y que había perdido piernas y brazos. No sentía dolor, pero no podía moverme. Estaba obscuro y pasaban algunas personas sin reparar en mí. Intenté gritar, pero el pasto ahogaba mis gritos. Se acercaron unos perros, olisquearon mis genitales, uno me lamió la espalda antes de seguir corriendo, otro me orino encima.


Con un esfuerzo conseguí levantar algo la cabeza y apoyar la barbilla en el suelo. Entonces vi a través del pasto, que de la tierra salía algo. Eran lombrices, muchas de ellas. Se erguían, apoyadas en un extremo del cuerpo y me miraban con curiosidad. Entonces distinguí sus pequeñas caritas. ¡Tenían mi rostro! Mi rostro, pero diminuto, con la cabeza calva y mis prominentes orejas. Más y más llegaban y se acercaban para observarme. Escuché un murmullo y pude entender lo que hablaban.

Una decía: - es una lombriz gigante. - No, - decía otra - no es un gusano, parece una iguana. Y otra: - no, no es un reptil, no tiene extremidades.

- Ayúdenme - balbucee con esfuerzo - no puedo moverme.

- Es grande e inútil - me contesto mi boca desde la cara de una lombriz, - a ver, grandote: encoge y estira, encoge y estira. ¡Encoge y estira! - repetían ahora todas en coro, riéndose con mi cara, repetida cien veces. Hice acopio de energía. Me encogía y estiraba y pude reptar, arrastrándome sobre mi abdomen. En eso estaba, satisfecho de mi logro, cuando

oí un fuerte aleteo. Una bandada de zorzales se abatió sobre las lombrices, que desesperadamente intentaban introducirse en el suelo. Vi la expresión de terror en mi rostro multiplicado cuando eran arrebatadas y llevadas en los picos de los pájaros.

De pronto me cubrió una enorme sombra. ¡Era un cóndor que venía por mí! Trate de huir reptando, pero sabía que era inútil.


Grité y desperté. Elena me remecía en el piso.

- Despierta Manolo - Otra vez tienes una pesadilla. ¡Y por favor! no vuelvas a arrastrarte hasta la cocina para comer en el plato del gato...


* Esa hermosa joven estudiante de medicina es ahora médica. Casada y con manos y piernas de avanzada ortopedia.




 



Fuga de ideas

Hoy me levanté dispuesta a escribir el mejor cuento. ¡Qué lindo día! Las montañas nevadas y tan próximas, frio sol invernal y en el patio, las naranjas cubiertas de rocío en los arbolitos verdes.


Preparé papel y lápiz y, tarareando una melodía, fui a abrir el cajón de las ideas.

Atónita mire en su interior. ¡Estaba vacío! ¡No podía ser! Estaban ahí el lunes pasado. Bueno, no me fijé con mucha atención porque eran algo anticuadas y no me servían gran cosa. Pero desaparecer así no más...

Podría estar equivocada. Abrí el cajón rotulado "Proyectos". Eso era una calamidad. Había una gruesa capa de polvo y telarañas con bichitos secos. Cerré el cajón y evité reflexionar

al respecto. Además, la prioridad era encontrar las Ideas. Había que buscar, pero ¿dónde?

Los libros podrían ser un buen escondite.

Revisaba en los estantes cuando escuché un ahogado estornudo proveniente del segundo tomo de Las Mil y Una Noches. Entre la página 1.026 y una lámina en colores que representaba una fiesta en el palacio del Califa, había un grupo de aplastadas Ideas.



Estimé que serían de poca utilidad y las devolví a su cajón. Seguí buscando entre los libros, bajo los cojines de los sillones, detrás de los cuadros.

No son ideas con mucha imaginación pensé, por lo que no deben andar lejos.

En ese momento miré hacia el patio y vi al Fito, el gato, agazapado y con la cola tensa, mirando hacia la pandereta. Salí a ver qué lo tenía tan alterado y ahí, bajo una ligustrina, descubrí el resto de las pobrecitas ideas, mojadas y deslavadas. Las recogí con un colador para que estilaran y cuando se secaron al sol, casi por compromiso, las puse cuidadosamente en el cajón.

Ahora sí que estoy lucida -me dije- ¡Me quedé sin ideas! ¿Qué hacer?

Podría robar algunas de otros autores total, todo el mundo lo hace. Deseché ese tentador pensamiento.

Para relajarme, fui al cajón de las fotografías. Miré docenas de ellas, reviviendo mi pasado

y el de tantas otras personas relacionadas con él.


Regrese al cajón de las viejas ideas y me dio pena verlas encogidas y menoscabadas. Las acaricié con la mirada.

Habrá que remozarlas, actualizarlas y agregar otras o


Clara Goldstein

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