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  • Pedro Miguel /A mi aire

Dulces


La oferta navideña de dulces -entre otras muchísimas llamadas a un consumo desproporcionado e innecesario- constituye un auténtico calvario. Sobre todo, para quienes no pueden disfrutar de esta azucarada incitación al disfrute: por régimen o por su difícil situación económica. La Navidad no se concibe hoy, en nuestro país al menos -hablamos de España- sin una sobre-oferta de productos con la que tratan de endulzarnos la vida. Y no sólo hablamos de turrones y mantecados sino de toda la parafernalia festivo-gastronómica con la que es obligado comulgar: abundante oferta de vinos y espumosos, comilonas capaces de emular los banquetes más afamados de

la historia, obsequios y regalos a los que es preciso corresponder... Porque la Navidad es, hoy y aquí, el gran festín del gasto desaforado. Y nadie se rebela: se trata de una regla aceptada con la que es preciso comulgar.

Tan a fondo nos empleamos los españoles en este carrusel de gastos, derroches y celebraciones que muchos no consiguen tan siquiera ahorrar un centenar de euros de la paga extraordinaria. Hay que ser magnánimos, tratar

de epatar y de aparentar ante terceros una bonanza económica que no existe ni en la imaginación más calenturienta. Lo malo es que luego hay que sobrevivir un mes entero -¡o más!- a base de patatas con costilla. Sí, con costilla: en singular. Porque así sucede, o casi, al decir de no pocos carniceros consultados por el arriba firmante. Pero, claro, ¡es Navidad!

Ahí están los primeros desafíos: el Sorteo de la Lotería del 22 de diciembre, en la que resulta inevitable participar

y nadie se resiste a entrar en la rueda de participaciones; esos pequeños recibos, muchas veces un auténtico montón, que si alguna vez obtuvieran un gran premio no sólo no nos sacarían de pobres sino que apenas ayudaría para terminar el mes... Están luego las comidas de empresa, que cada vez más pagan los propios comensales, y las cenas de hermandad, en las que o bien cada "invitado" aporta sus propias viandas y abarrotes, o se pagan a escote en un buen restaurán. Gastos y más gastos, antes de llegar a las celebraciones propiamente dichas.

Viene luego la cena de Nochebuena, en la que, con frecuencia, las discusiones y los enfrentamientos constituyen

un plato más del menú. A parte de que cada comensal, cada pareja o cada invitado aportan un detalle con el que completar la mesa, como marcan la tradición y el protocolo: vinos exquisitos y champanes de postín. Y vuelta a los dulces, que a los postres casi nadie aprecia. Porque los malditos dulces están ahí, en bandejas de tres enormes pisos y cajones de polvorones que raro es el que se atreve a probar a estas alturas del banquete.

Si bien la cena del día 24 es pródiga en mariscos y embutidos ibéricos, aunque el menú cambie por zonas y tradiciones familiares, la comida del día 25 tiene más sustancia: buenos asados, corderos, cabritos, cochinillos...

O el pescado más sustancioso del momento. Y más marisco. A precios astronómicos, claro, porque como en

este país no se acostumbra a ahorrar, comprando a buen precio y congelando después, se paga un "extra" muy importante para poder decir eso de "es fresco, ¿eh?".

Y otra vez, de nuevo, la fuente de dulces y turrones.

Y otra vez, de nuevo, la fuente de dulces y turrones. Más variada todavía que la noche anterior. Los hay de todas

las variantes imaginables: con azúcar, sin azúcar, sin lactosa, sin gluten, libre de conservantes, desprovisto de colorantes... Y eso sin entrar en el submundo terrorífico de los saborizantes. Lo curioso es que cuantos menos ingredientes tienen más caros cuestan. ¿Lo entiende alguien?

Pero no terminan aquí las oportunidades de gastar sin límite ni sentido. Está la cena de la última noche del año, con toda su parafernalia de la cena familiar, el cotillón, la fiesta.... Luego viene la comida familiar del nuevo año, que cada vez más se celebra en restaurantes. Y quedan ahí, en puertas, las celebraciones de los Reyes -magos, of course-, con su larga letanía de regalos y obsequios. Que se entregan con prodigalidad, en la esperanza de que los regalados cumplan estrictamente con la regla y el protocolo de la reciprocidad... Y así hasta remontar la cuesta de enero que, por mor de las tarjetas de crédito y sus plazos de amortización y cobro, es ya la cuesta de febrero o la de marzo.

¿Todavía hay alguien que defienda la "dulce" Navidad?¿O se trata de un desmadre generalizado, para loor y gloria de los grandes almacenes y de los negocios de comer?

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