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  • Pedro Miguel /A mi aire

Realitys


Vuelvo sobre un tema, abordado en algún "Aire" anterior, sobre el lodazal de la hipocresía que nos invade como sujetos pasivos de la contemplación de realitys televisivos. Un panorama delicioso bajo todos los puntos de vista. Bueno, de todos no: los protagonistas en pantalla están encantados de estar allí, de haberse conocido y de lo bien que saben enojarse y disparatar sin causa ni motivo. Una delicia, vamos, aunque ello denuncie subliminalmente las aguas procelosas en las que todos navegamos, porque hay que coincidir en que estas broncas concertadas nos distraen y nos permiten descargar adrenalina. Que todo sea verdad o mentira nos trae al pairo. ¿Y qué más da?

No sé si sufrimos de algún contagioso espejismo pero todo parece girar hoy en torno al tema de moda: los realitys. O sea, las más de la veces, alrededor de montajes artificiosos, guionizados en parte muy importante, que con gran habilidad trasladan a los hogares de sus incondicionales -que son muchos más de los que están, y no todos lo reconocen abiertamente- que encuentran en ellos tema de conversación para varias jornadas.

Es la intrascendencia al cubo.

Lo más grave del caso es que buena parte de la audiencia incondicional de estos programas se cree a pies juntillas lo que desfila por la pantalla. Piensan que estos personajes son así de buenos, o de tontos o de malos; almas benditas o malvados de libro. Y que, en su conjunto y a criterio de sus bienintencionados seguidores, eso que se ha dado en llamar audiencia, defienden con vehemencia -o condenan con igual fervor- a algunos de estos personajillos, condenados a ser expulsados de ese terrible Olimpo por -dicen: ¿será verdad?- los votos de unos seguidores que pagan en torno a un par de euros cada vez que envían su voto para favorecer a su candidato. Y, claro, para engrosar los bolsillos de los organizadores. Un enorme negocio, en suma, que funciona a pesar de que el respetable no es siempre demasiado consciente de lo que está en juego. Todo legal, por supuesto, siempre que se respete el juego limpio. ¿Lo es? Otra cosa es que nos convenzan de que así es.

Hay casos recientes de vergüenza ajena. No se trata de dar nombres, que bastante penitencia tienen con afrontar la fama de la que vienen precedidos allí donde vayan. Un episodio cualquiera, ciertamente, incendia a los incondicionales y divide la audiencia entre fervorosos defensores y detractores radicales. Y hasta trasciende a la calle, sin llegar todavía -que se sepa- a las manos...

Para que el negocio funcione y la publicidad sigan invadiendo estos programas, todo está atado y bien atado.

Cuando no pueden echar mano de personajes ajenos al programa, se dedican a despedazarse entre los presentes sin piedad, pudor ni límite. El caso es dar espectáculo. Y si es preciso airear las más profundas vergüenzas de los allí presentes, pues se tira por la calle de en medio, mientras se anuncia quién será la próxima víctima de entre los presentes, al estilo de como hacen en las plazas de toros: publicitan el cartel para animar a la afición y asegurar el no hay billetes.

Pero todo da lo mismo: los gerifaltes televisivos permanecen impasibles ante las reacciones endogámicas de los mandamases. Saben que todo obedece a un guión que funciona y produce beneficios, mientras que los contertulios son estrictos observantes de consignas e indicaciones de las alturas; vamos, que están debidamente aleccionados. Y ojito con salirse de la planilla, porque se deja de llamar a cualquier díscolo lenguaraz que quiera imponer su criterio al de la cúpula. Aunque, como decimos, no pasa nada. Sus contratos de colaboradores están pensados -¡y redactados!- para eso. Dejar de contar con un colaborador no cuesta nada. No se le vuelve a llamar y en paz. Si quieren seguir saliendo sólo tienen que tragar. Y poner buena cara. Para que el negocio funcione y la publicidad sigan invadiendo estos programas, todo está atado y bien atado. Por eso hay que dejar constancia de que nada -ni nadie- es lo que parece. Puro artificio, sí. Y, si se me apura, un enorme trampantojo que nos hace ver lo que no es. Y que es lo que no vemos. ¿Me explico? Pues eso o

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