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  • Marian Giménez

La Boda


A veces las invitaciones a una boda, suponen un compromiso engorroso convocándonos a una asistencia casi obligatoria para no quedar mal, o atendiendo al imperativo de “la costumbre se hace ley”, aceptamos la invitación sin más. No es el caso de la boda a la que recientemente he asistido. Fue una celebración de justicia poética.

Es la segunda vez que voy al enlace de una misma persona. En la primera, todavía era una adolescente y en la segunda estoy sobradamente, en plena madurez.

Pasado un cierto tiempo de vivir en mi actual barrio, subía y bajaba por mi calle habitual y me encontraba con

el kiosco de prensa. La persona que trabajaba y trabaja actualmente allí, es la protagonista de esta historia.

Los barrios, son como pueblos. Nos vamos conociendo, creamos complicidades con el vecindario en forma de contarnos nuestros chascarrillos, vamos con el carrito de la compra al mercado y comentamos si nos falta por comprar la legumbre o el pescado y quedamos a tomar un vino en los bares de la zona donde nos sentimos

a gusto. Son esos bares de barrio, auténticas redes sociales que nos permiten entrar en relación con el otro

o apaciguar diferencias cuando las discrepancias se han vuelto un tanto ásperas, echarnos unas risas o hacer las revoluciones pendientes. Al menos es como yo lo vivo en mi barrio, que un tiempo atrás, antes de estar incluido

en Madrid, era también un pueblo, administrativamente hablando.

En este contexto, la persona del kiosco, a la que me referiré como B. es una histórica de la calle por la que subo

y bajo todos los días, porque con su trabajo proporciona la prensa y las revistas a los vecinos y las vecinas que vivimos allí. Es un caso atípico, su kiosco no ha pasado de moda, a pesar de la profusión de lo digital. Y nos gusta que sea así. No es solo que venda la prensa, es que nos paramos a hablar con B. Si da tiempo nos tomamos un café, hablamos de la marcha del mundo, restringido a nuestros hijos, la falta de empleo, si se ha enfermado alguien. En fin, un paisaje familiar y cercano que la gran ciudad, con frecuencia tan agresiva, no se ha comido. De momento

no se lo permitimos.

B. se casó por primera vez en unos tiempos en los que se hablaba de matrimonio por penalti. Llevaba un futuro bebé en sus entrañas.

Fue una celebración de justicia poética

El futuro bebé fue un signo del amor que supuestamente se profesaban un hombre y una mujer. Al poco tiempo B. fue desterrada de este amor que ella creía y sentía por un trato machista y degradante. Logró separarse del horror, pagando un precio alto. Criaría a su bebé sola. Después de la malograda boda, no volví a verla hasta que me vine a vivir al barrio, con su criatura ya hecha mujer. Y la vi, es decir con conciencia de mirarla en toda su realidad, porque entre esos chascarrillos de ida y vuelta de mis vecinas, me alertaron de que B. quería hablar conmigo, ya que al fin y al cabo éramos familia. Por aquel entonces pasaba por el kiosco como si nada, pero el tiempo, había abierto una rendija de transformación, por la que se colaban los recuerdos, las voces e imágenes de otra época y la novia que yo conocí vestida de blanco y de futura madre.

El kiosco emblemático de mi calle, el único que queda, ha forjado un gran cariño y encuentro entre las dos, tejiendo palabras y construyendo la memoria. Ella ahora es abuela de un niño y una niña y además se ha vuelto a casar. Esta vez con un hombre bueno, al modo machadiano.

Fue una boda civil, sencilla, en un restaurante de barrio sin la tarta hortera que cortan los novios. Sin voces de “vivan los novios”, tan solo en un momento un beso modesto pero de amor y de respeto entre la pareja.

B. resplandecía en su vestido de novia, con sencillez, sin alharacas ni brillos deslumbrantes, feliz. La justicia poética se había cumplido.

A B. le gusta presentarme como la tía del bebé-mujer. Y yo estoy orgullosa de ejercer como tal.

Es otra mujer de gran valor, como B.

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