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  • Pedro Miguel

Kioscos


Forman parte del paisaje urbano. Pero han perdido gran parte de su atractivo. Nadie discute hoy que los quioscos

-o kioscos, que ambas grafías admite el diccionario- no son ni una mala sombra de lo que fueron. Y no por culpa de los quiosqueros sino, más bien al contrario, a pesar del empeño, la dedicación y la entrega de los abnegados vendedores de prensa escrita.

Quienes han cumplido los veintitantos, y mucho más si frisan el medio siglo, saben del extraño atractivo que ejercía sobre el personal esa especie de casetas que, con frecuencia, se habían convertido en punto de encuentro predilecto y ágora del devenir del barrio. El quiosquero, con el paso de los años, se había convertido en ese amigo y confidente con el que se intercambiaban noticias e impresiones. Los clientes habían seguido todas las venturas

y vicisitudes de estos hombres y mujeres que, a cambio de unas pocas monedas de comisión, permanecían en su puesto hiciera frío o calor, cayera un sol sahariano o soportando trombas de agua, tormentas de nieve y las consabidas inclemencias de toda época y estación, cobijándose bajo un simple plástico.

La evolución de estos mini establecimientos permitía seguir los avatares más curiosos, y hasta heroicos en ocasiones, con un inocultable sabor a esfuerzo e, incluso, a pequeñas heroicidades. Todos conocemos historias de aquellas personas que, situadas en principio en una esquina cualquiera, hora en solitario o acompañados en ocasiones de su mujer o de los hijos, habían logrado escalar en el aprecio vecinal y obtener un reconocimiento que, en calidad de clientes, les había granjeado el aprecio popular. Y tocaban el cielo cuando conseguían el puesto.

Pero, ay, llegó ese Internet que todo lo barre. La famosa red no es buena ni mala, pero ha dado al traste con el hábito de la lectura. Hoy se lee poco, muy poco. Y la malévola conjunción informática que ha dado lugar a una trinidad que todo lo arrasa: ordenador - tablet - móvil, no está por volver la vista atrás. Y, claro, nadie se acuerda ya del amigo del puesto de periódicos. Porque la razón de ser de estos quioscos -no así los puestos dedicados a la venta de flores o del cupón del ciego, como se decía antes-, es que nacieron para vender periódicos y no podían negarse a su expedición, porque ello representaba el cierre. La prensa diaria era su razón de ser y existir, aunque su comisión fuera la más pequeña de todos los productos en oferta.

Por eso, y tras el boom de los tebeos y revistas, llegaron los fascículos, las chuches, los cromos y un largo etcétera. Sin olvidar los regalos promocionales a base de puntos y cupones, que transmitían la impresión de vender cristalerías y pequeños electrodomésticos, con los que se regalaba un periódico...

Pero ni con esas. La diversificación de la oferta, en la que también estaban -y están- empeñados los diarios para mantener a flote sus tiradas, no resultó bálsamo suficiente para curar la herida de la pérdida de negocio. Y conste que lo han intentado todo. Hasta la venta de tabaco, loterías y cupones de la Once. Pero nada. Cuando un lector abandona el hábito no hay quien lo repesque. Y se vislumbra ya el desastre. Porque cada vez se lee menos. Y eso no hay quien lo enderece.

Son muchos los quioscos que hartos de perder han echado el cierre y se han ido con sus paneles a otra parte. Algunos han conseguido vender los restos de su derrota, de segunda mano, a quien se interesaba por ellos, especialmente de pequeñas poblaciones y con futuro incierto, mientras se contempla con indiferencia lo que fueron y representaron para nuestras vidas. Y ya los recordamos con nostalgia sin que acaben de irse. Algunos puestos han logrado sobrevivir, por su ubicación oportuna, aunque no hay garantía alguna de futuro. Pero, mientras tanto, al tiempo que muchos quioscos tiran la toalla, los periódicos siguen en caída libre. Es, dicen, el signo de los tiempos. Pero nadie me impedirá llorar por los kioscos que se fueron.

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