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  • Pedro Miguel

Memoria


Memoria, sí; pero no histórica, sino una mucho más inmediata. Y en ésta nos pondremos de acuerdo, tirios y troyanos, desde el primer momento. Porque la memoria es esa facultad que nos permite -lo dice el diccionario- recordar el pasado. Pero no solamente ese pasado remoto del que hacen alarde los muy memoriones, sino una mucho más inmediata, cotidiana, que es la que nos permite relacionarnos con nuestro entorno y reconocer, para bien o para mal, incluso los hechos menos significativos y trascendentes de nuestra vida. Podríamos decir que la prueba del algodón de nuestra propia memoria es la capacidad de responder a una pregunta tan simple como: ¿qué has comido hoy? Porque no todo el mundo está en condiciones de ofrecer una respuesta concreta, inmediata y cierta. El silencio que puede seguir cotidianamente a esta pregunta, sin que la persona interpelada ofrezca res-puesta alguna, puede ser indicio de que algo falla en nuestro disco duro cerebral. Sobre todo, en personas de edad avanzada. O, como dicen algunos expertos, a partir de los 65 años.

Los que saben de estas cosas apuntan que, a veces, un simple deterioro de la memoria debe ser un indicio a investigar, porque puede tratarse -o no: que no es un indicio infalible- de uno de los primerísimos síntomas de un Alzheimer. O, dicho de otro modo, de la exteriorización de un deterioro de la función cerebral, que se intensifica con el paso del tiempo. Hay más síntomas, pistas y alertas, que pueden ayudar -como en el caso del cáncer, aunque por el otro extremo- a un diagnóstico precoz; su detección siempre favorecerá al enfermo, ya que pueden contribuir a una ralentización del proceso. Que no siempre es fácil de determinar, ni tan siquiera su estadio, porque los límites no están demasiado nítidos, especialmente para un profano. Podíamos hablar aquí de pérdida de memoria, falta de riego, demencia senil y, obviamente, de Alzheimer. Pero convendría precisarse, de entrada, que esta enfermedad no es una forma normal del envejecimiento. Y que, en sus primeros síntomas, afecta no solamente a la memoria sino también a la forma de pensar y al carácter o la manera de comportarse. Así que, dicho en términos más precisos, se trata de una enfermedad neurodegenerativa, cerebral por tanto, que se manifiesta como deterioro cognitivo y trastornos conductuales. Y que trae como corolario inevitable una difícil convivencia con aquellas personas, familiares especialmente, que tienen que compartir con estos enfermos el día a día de su existencia. Y eso, en muchas ocasiones, es doloroso. Porque no siempre es fácil, ni mucho menos, soportar el comportamiento del enfermo y, sobre todo, comprobar en primera persona un deterioro irrefrenable, sin ninguna perspectiva de salida del que, para más inri, no es consciente el afectado.

¿está nuestra sociedad preparada para afrontar los nuevos desafíos del envejecimiento?

La sociedad, nuestra sociedad, carga sobre los hombros de la familia el devenir de la enfermedad, en un proceso frente al que sus más directos allegados no saben cómo comportarse. Y eso resulta realmente duro. Si al menos funcionara un sistema eficaz de asistencia y ayuda, sería algo más llevadero. Pero este tipo de atenciones son escasas y pueden tardar meses, incluso años, en ser aceptadas por la autoridad sanitaria -esto es, política-. Y están bien las asociaciones de carácter benéfico que, al contrario de como debiera ser, se ocupan subsidiariamente de las necesidades de un gran número de personas; y de sus familiares, que también merecen que se les eche una buena mano; aunque tan solo para que, al menos, puedan disfrutar de unos pocos días de vacaciones al año. Evidentemente, esto mismo podía esgrimirse para cuidar de los pacientes de otras muchas enfermedades, y no sólo mentales. De hecho, existen estrategias y hasta abundante oferta de formación profesional -no sé si reglada- para atender debidamente a los pacientes de distintas afecciones crónicas. Pero no siempre es posible disponer de esta vía de salida porque, sin ayudas oficiales, no todas las familias están en condiciones de afrontar un gasto de estas características, que es muy considerable. E inaccesible para una gran mayoría.

Y aquí hay que preguntarse: ¿está nuestra sociedad preparada para afrontar los nuevos desafíos del envejecimiento? La respuesta es clara: algo se hace, si, pero queda muchísimo por hacer. Y, mientras tanto, quienes debieran no responden. ¡Qué pena de mundo, tan cruel...!

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